domingo, 29 de noviembre de 2015

El último sabor que dejaste en mí.

La hora de siempre. El sitio de siempre. Los dos de siempre. Pero esta vez era distinta. Estabas frío, como ido, como si no estuvieras allí, conmigo, donde el mundo se convertía en un sitio un poco menos malo por el simple hecho de que estuvieras allí, a mi lado, cogiéndome de la mano. Y allí, a las seis en punto, en el banco de todos los domingos, tú y yo no nos cogíamos de la mano. Me besaste y te fuiste. Un beso fugaz. Pero aquel beso, por muy efímero que fuese, se convirtió en eterno.

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